Y es que “para crear se necesitan siglos y gigantes, para destruir, un enano y un segundo” (San Agustín)
Toda iglesia que pueda presumir de cierta antigüedad y categoría, tiene su retablo. Los antiguos apreciaban el arte por muchas razones: por su valor intrínseco, que Lonardo da Vinci supo resumir al decir que “la belleza perece en la vida, pero es inmortal en el arte”, y en el aspecto religioso por su capacidad pedagógica para transmitir la fe gráficamente al pueblo analfabeto. Como ya somos modernos, ahora ponemos pantallas y nos guiamos por el “menos es más”, denostando el horror vacui del barroco y ensalzando el horror absoluto del modernismo. En fin, el caso es que la Iglesia Mayor de La Encarnación, que se cuenta llegó a ser Colegiata, no fue menos.

Su importancia radica en su propia construcción (por cierto, muy similar a la iglesia de Santa María de la Alhambra, dato importante a tener en cuenta): cuenta con campanario renacentista, estilo arquitectónico elegido para las Parroquias más importantes, y cuerpo de estilo protobarroco, es decir, el germen del Barroco. Esta característica es la más significativa, pues fue el primer Templo de toda la provincia de Granada construido con esta novedosa arquitectura. Por tanto, podemos imaginar que el retablo del Altar Mayor estaría en consonancia siendo una obra solemne e imponente. Y sólo podemos hacer eso, imaginarlo, porque desgraciadamente no dio tiempo ni a que lo destrozaran en la Guerra Civil, con la oportunidad que habría supuesto para poder fotografiarlo.
Por suerte, podemos recrearnos con una detallada descripción que un Teniente de Corregidor dejó plasmada en su manuscrito “Almuñécar Ilustrada y su antigüedad defendida”, escrito en 1658 por alguien “que ha ocupado cargos importantes en la ciudad, entendido en letras, bien relacionado con otros estudiosos de la zona y considerado como referente cultural, cuando menos, a nivel local”, como define a este funcionario anónimo Almudena Rubio Alameda, editora del libro en el que se convirtió el manuscrito en 2015.
No demos más vueltas y subamos a la Tribuna del Paseo. Les diría que cierren los ojos para dejar volar la imaginación, pero hasta ahora no contamos con lectura de voz en este acreditado medio digital, de modo que sigan leyendo. Dice así:
“En el altar mayor tiene un retablo de maravillosa architectura, dorado y estofado con todo primor. Tiene seis nichos. En los quatro vajos, quatro hechuras de bulto de mi señora Santa Ana con su hija en los brazos, el apóstol Santiago, San Joseph y el seráfico Francisco. Y en los dos nichos superiores, los apóstoles San Pedro y San Pablo. Y todo cierra con una hechura del Padre Eterno.
Sobre el sagrario, en la mitad del retablo, con proporción igual, está un quadro de la Encarnación (advocación de la parrochial), donde se ven de talla María en su oración y Gabriel refiriéndole su embajada. Sobre este quadro, una cruz y en ella pendiente Cristo nuestro redemptor con su madre y querido discípulo a los lados, todos de talla. […] Tiene esta iglesia una reliquia insigne, que es la cabeza de Santa Catalina, reyna, virgen y mártir, una de las once que en compañía de Santa Úrsula padecieron martyrio. Para que con más veneración estubiese esta reliquia, se le hizo al lado del sagrario, en el mesmo retablo, una caxa con su puerta y llave, donde está continuamente”.
Cómo llegó la cabeza de Santa Catalina hasta la milenaria Sexi es otra larga historia de la que podríamos hablar otro jueves, así como de los altares adosados al Mayor, los de Ntra. Sra. de la Antigua y de Santiago Apóstol, Patrones de Almuñécar, así que no nos entretengamos y volvamos al retablo. ¿Qué os ha parecido? A un escritor que pasaba sus vacaciones aquí en 1880 (casualmente también anónimo) le gustó, y así lo reflejó en la crónica de su viaje, donde al describir la Parroquia apunta que “en retablos hoy no queda nada sobresaliente, si bien todos son decorosos y severos. En el altar mayor hubo uno magnifico” que la “culta barbarie del siglo pasado destruyó para colocar un mezquino tabernáculo”. Y es que “para crear se necesitan siglos y gigantes, para destruir, un enano y un segundo” (San Agustín).
