La Columna de Don Juan León: “Y en ese preciso instante me hice del Real Madrid”


¿Acaso vislumbré lo que se avecinaba en el caso de adquirir conocimientos de historia al llegar al tema de los egipcios y sus momias? ¡No lo sé! Lo que sí me quedó claro es que desde ese mismo instante… ¡me hice del Real Madrid!

A lo largo de nuestra vida se suceden historias que abrazan etapas desemejantes, ya que se produce un recorrido ávido de experiencias a lo largo de ellas: la puericia, la muchachez, la edad madura y la senectud engloban, por separado, vivencias o imágenes, que se dan un garbeo de vez en cuando por nuestras mentes o por nuestras retinas.

Se debe tener muy en cuenta que no todos los mortales ‘han vivido’ por igual; pero, a buen seguro, siempre tendrán ‘algo’ que contar a sus familias, amigos o conocidos. Unos sucesos resultarán más seductores que otros; pero, en definitiva, los habrá aterradores, aventureros, edulcorantes, enternecedores, jocundos o sibilíticos.

El filósofo suizo Henri – Fréderic Amiel lo sintetizó con precisión: “El tiempo no es sino el espacio entre nuestros recuerdos”

Me llevaron a Ceuta desde Melilla, aún en el vientre materno, para ser ‘expulsado’ y poner ojos tiernos al mundo. Y digo ‘expelido’, que no parido, porque con cinco kilos y tres cuartos… ¡ya me contarán!

A los pocos meses arribamos a Villa Nador, preciosa localidad perteneciente al Protectorado Español en Marruecos y ubicada en las faldas del monte Gurugú. Contaba entonces con quince mil habitantes (actualmente la ciudad tiene un censo de cerca de trescientos mil habitantes y su provincia supera el millón) y distaba quince kilómetros de Melilla (hoy diez, por la autovía), centro neurálgico y ‘capitalino’ por entonces.

Corría el mes de septiembre de 1952. El 19 cumpliría seis años y debutaba como discente. Al Colegio “Lope de Vega” dirigí mis pasos henchido, gozoso y exultante. Tupé con brillantina, zapatos resplandecientes, babero dispuesto a ‘ejercitarse’, cartera de cuero ajustada con correas a la espalda y provista de un estuche bien surtido de cartilla, cuadernos… ¡todo impoluto!

Mi padre (q.e.p.d.), Ildefonso León Martínez, Maestro del Plan Profesional y, a la sazón, secretario del Centro, dispuso mi matriculación y allí compareció el ‘menda’ preparado para lo que le ‘echaran’.

En mis primigenios años era seguidor del Athletic de Bilbao y mi ídolo era ¡ZARRA!… ¡ahí es nada! Me personé en el despacho del director, D. José Pedrosa, y aporté los datos solicitados para la correspondiente ficha-inscripción-matrícula. ¿Nombre?: Juanito León Aznar, ‘Zarra’.

Me remitieron a la clase de primero de la diligente, mimosa y tenaz profesional Doña Encarnita. Permanecí en fila a la espera del toque de campana, que anunciara la entrada al aula; pero, como quiera que tres compañeras soltaban la sin hueso acalorada y animadamente, me ‘colé’ hacia las primeras posiciones con la ‘sana’ intención de acceder a un buen sitio. ¡Qué avidez por aprender!

Quiso el ‘azar’ (?) que por allí pasara el Profesor de Dibujo, D. José Reguero. Presenció mi osada maniobra y me atizó un bofetón en la mejilla izquierda, que activó todas mis alarmas. Obviamente, me envió de nuevo a la cola del pelotón. Sin duda fue mi primera lección de Geografía: ¡el Universo! Me familiaricé, sin conocerlos, con los movimientos terrícolas de nutación, rotación y traslación, amén de recorrer los lugares más recónditos del sistema planetario. ¡Empezaba a aprehender conocimientos!

Aturdido, sentado en mi ansiado pupitre, todo me daba vueltas. ¿El carrillo?… abuhado, rojizo y entumecido, ¡como de cartón! Acabada la clase había que salir al patio para comenzar otra: ¡la de Gimnasia! Empiezan las consabidas recomendaciones y ordenanzas, desconocidas para mí: cara levantada, pecho fuera, codos pegados al cuerpo, talones juntos, pies abiertos… “¡fiiirmes!”. A renglón seguido: “¡deeerecha!” y un servidor… ¡a la iiizquierda! Entra en acción, sin invitación alguna por mi parte, “Doña Francisquita”, una palmeta rectangular con mango, de haya maciza, de un grosor considerable y propiedad exclusiva de D. Francisco García Vega, que se estampa en mi cabeza. ¡Vuelve la clase de Geografía! Claro, me quedaban por escrutar las nebulosas, internarme en las galaxias, comprobar de primera mano la cercanía de planetas y satélites o reparar en algún cometa, que anduviera fuera de órbita.

Cogitabundo y con la mano izquierda en el carrillo y la derecha en la cabeza, donde un incipiente chichón comenzaba a hacer acto de presencia, cavilaba. “¡Qué panorama!”. Y a todo esto, ni el Profesor de Gimnasia ni el de Dibujo, sabían que yo era hijo de mi padre. ¿Recomendaciones? ¡Algo fallaba en lo programado!

El recreo y otra clase sin incidentes ni accidentes supusieron todo un alivio. ¡No había acontecido nada más! ¡Algo es algo! Pero, hete aquí, que cerca de la hora de la salida, se persona el conserje en el aula. Mustafa, en su jerga rifeña, pregunta: “¿Hay un ninio qui si llama Juanito Lión?” ¡Servidor! ¡Al despacho!

Me persono en el habitáculo donde se hallan mi padre y el director frente a frente. “¿Cómo te llamas?”, inquiere mi progenitor. “¡Juanito León Aznar!”, es la lacónica y sentenciosa respuesta. “¿Y qué más?” “¡No hay más!”. “Entonces, ¿por qué has añadido “Zarra” en todos los documentos?” La correa de mi padre surgió como por hechizo y después de unos cuantos golpes de bandolera me devolvieron al aula. ¡Me faltaban manos para consolar o masajear las zonas doloridas!

 “¿Sabes lo que te digo, mamá?”, le espeté a mi madre, Josefa Elvira Aznar Silva (q.e.p.d.) nada más entrar al ‘refugio’ hogareño, que llegó a parecerme un espejismo: ¡Mañana no hace falta que vaya a la escuela!”. ¡Me quedaré estudiando en casa contigo!”. ¿Instinto de supervivencia? ¿Capacidad para intuir el riesgo? ¿Sexto sentido? ¿Acaso vislumbré lo que se avecinaba en el caso de adquirir conocimientos de historia al llegar al tema de los egipcios y sus momias? ¡No lo sé! Lo que sí me quedó claro es que desde ese mismo instante… ¡me hice del Real Madrid!

Nota del autor: Los nombres citados son sinónimos de afecto y cariño. Traté a docentes extraordinarios y orgullos de sus familias, que me demostraron su amistad a lo largo de sus vidas. He de constatar que he contado cientos de veces esta anécdota… ¡y no estoy traumatizado! El único que se amoscaba algo era mi padre… ¡pero era lo que más quería!


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