La Columna de Don Juan León | “Solo se puede destruir a una gran nación cuando ella misma se ha destruido interiormente”


Una introducción a esta cuarta entrega, que va de la “n” a la “v” y que es la última, la proporciona el historiador inglés Edward Gibbson en su obra “La historia de la decadencia y caída del imperio romano”: “Solo se puede destruir a una gran nación cuando ella misma se ha destruido interiormente”

Navidades: Las saturnalia eran unas fiestas dedicadas al dios Saturno, que se celebraban desde el 497 a.C. Tenían lugar en los últimos días del año (diciembre), recién acabada la siembra y le pedían al dios protección para los cultivos ante la llegada del duro invierno. Estos orígenes agrícolas fueron derivando hacia la liberación del trabajo y el desenfreno prolongándose su duración. Al principio duraba solo un día (17); más tarde, se ampliaron hasta el 19; y, finalmente, acababan el 23. 

Los esclavos se convertían en iguales al resto de hombres e incluso eran servidos por sus amos. Las escuelas y los establecimientos se cerraban, el Estado ofrecía un banquete público y los legionarios se desabrochaban la lorica y enfundaban el gladius (espada) tomándose un respiro. Ni los criminales podrían ser condenados. 

El poeta Cátulo escribió que el 17 de diciembre era el mejor día del año.

Se permitían las apuestas, prohibidas durante todo el año; los callejeros juegos de azar, también ilegales; y las actividades públicas daban paso a la música, los bailes, los colores, la comida y el vino. La élite cultural se reunía en pequeños grupos: mayor a las Gracias (3) y menor que las Musas (9) y sus temas de debates versaban sobre la vida, el tiempo o el amor. En las clases bajas imperaba la anarquía y los juegos exóticos. 

Entre sus detractores encontramos a Lucio Anneo Séneca, que denunciaba el peligro de dejarse llevar por las masas, y Cayo Plinio Cecilio Segundo, “el Joven”, que se encerraba en una habitación para aislarse y seguir con sus estudios. 

Los romanos ingeniaron chistes de borrachos, glotones o de hombres con halitosis (mal aliento), tan peculiares en nuestros días. 

El último día se llamaba sigillaria y se destinaba a hacer regalos a familiares y amigos cercanos como velas o figuras de cerámica compradas en mercadillos. 

Estas celebraciones se mantuvieron hasta los siglos V y VI, cuando el componente religioso de la fiesta desapareció en favor del cristianismo. 

Y es ahí donde surge la posibilidad de que nuestras entrañables Navidades tuvieran su origen y el sentido actual.

Número romanos: Se siguen usando hoy con regularidad, aunque hayan sido excluidos de los programas por la nueva Ley de educación.

Pasos de cebra: Existían en todas las ciudades. Losas de piedras cortadas rectangularmente, perpendiculares al tráfico y con la misma altura que las aceras. Los carros se veían obligados a frenar para alinear las ruedas con los carriles que quedaban libres entre las losas. Actualmente pueden verse en Pompeya y Ostia.

Recetas: Naturalmente, culinarias o gastronómicas, no médicas. Los exquisitos platos de nuestros archiconocidos Adriá, Arzac, Berasategui, Dacosta, León, Muñoz, Roca y tantos otros que buscan la innovación y nuestro deleite, tuvieron su réplica en este tiempo habida cuenta algunos de los exóticos platos que consumían:

“Porcus troianus”, cerdo relleno de salchichas con salsas y verduras aromáticas; Pavos reales”, enteros y decorados con sus propias plumas; “Lengua de flamenco”, el manjar de la época; y “Talones de camello”, “Carne de cachorro de perro” y “Sesos de avestruz”, que eran muy solicitados. 

Reciclaje: Un “vidriero ambulante” recogía trozos de vidrios rotos y los intercambiaba por una especie de cerillas primitivas. El individuo entregaba los cristales en talleres para su fundición y producción de nuevas piezas.

Revancha: Era llamada diversium por los romanos. Los jueces, ocasionalmente, admitían la reclamación de un auriga con respecto a una carrera, que acabada de celebrarse. Debía repetirse, pero intercambiando carros y caballos.

Roscón de Reyes: Tarta dulce de las saturnales (importante festividad romana) con su haba dentro.

Saunas: Las termas (thermae o therma) eran recintos públicos destinados a baños típicos de la civilización romana. En las antiguas villas romanas se llamaban balmes o balneum. Su función social, e incluso medicinal, se ha mantenido durante toda la historia hasta nuestros días. Iban a bañarse, asearse, hablar de temas del día a día, hacer ejercicio o arreglarse la barba. 

La decoración contaba con mosaicos, frescos y estatuas. 

Acudían, generalmente, los que no podían tener un baño en casa (plebeyos). En el siglo I a.C., existían 170 baños y un siglo después, más de mil. 

La palestra era el patio central destinado al ejercicio físico. En la tabernae se vendía comida y bebida. 

En el tepidarium la temperatura era tibia, preparación previa para el agua caliente. 

El caldarium contenía agua caliente, disponía de más luz y estaba más adornada. 

En el frigidarium el agua estaba fría. En las termas más grandes había una piscina para nadar. 

En el apodyterium se encontraban los vestuarios donde se guardaban los objetos personales y ropas, siempre vigilados por un esclavo.

SMS y Whatsapp: Tablas de una o dos caras de cera insertas en un marco o estuche de madera que se cerraba sobre sí mismo. Esta tabla contenía recados, deberes o mensajes. Una vez escrito el texto, la tableta se cerraba plegándola, se entregaba a un mensajero y se hacía llegar al destinatario, quien a su vez contestaba debajo de ella. 

Take Away: En los ‘thermopolia’ se preparaba comida para llevar, ya que muchos romanos carecían de cocinas en sus casas e incluso se servían a domicilio.

Tintes: La púrpura fue descrita por Plinio el Viejo como “el color de la sangre coagulada: oscura cuando se observa de frente, y con reflejos brillantes cuando se mira desde un ángulo”.

Apestaba por el proceso de fabricación del tinte, que hoy día no hemos llegado a descifrar.

Los tintes no eran vegetales en un principio, sino compuestos de los cuerpos machacados de criaturas marinas (conchas desechadas, cañadillas, lapas o cornalinas) en un laborioso procedimiento.

Plinio distinguía tres clases de caracoles: los que se alimentaban de algas en cieno putrefacto y lodo, los que se recogían en los cañaverales y los que recibían el nombre de un guijarro. 

Hacían falta montañas de caracoles para teñir una prenda: abrir las conchas, machacar sus glándulas, introducirlas en cubas de agua caliente con sal y dejarlas macerar en dos tandas hasta que el pigmento estaba listo. Las consecuencias eran un olor nauseabundo y nubes de moscas y tábanos.

Hasta el notorio mal olor de la púrpura otorgaba prestigio por su tonalidad auténtica, no sometida a imitaciones a partir de tintes vegetales baratos. 

Tintorería: Es una creencia generalizada que los romanos vestían siempre togas blancas. Sin embargo, usaban todo tipo de vestidos de diversos tejidos y colores, y los llevaban a las lavanderías y tintorerías, que representaban un gran negocio.

Tráfico: Desde la época de Cayo Julio César estaba prohibido el tráfico rodado de día en Roma. Marco Aurelio amplió la medida a todas las ciudades del Imperio.

Turismo: Tiene una raíz latina, ya que procede del verbo tornare, que significa ’volver o hacer girar’, lo que implicaba un viaje de ida y vuelta y que tenía lugar sobre todo en época veraniega o estival. Se iban al ‘pueblo’, huyendo del fragor de Roma (tráfico y ruido) y el ‘chalecito’ junto a la playa era la escapada apetecida y escogida por césares y patricios.

Claudio Nerón y su tío Cayo César Calígula nacieron a unos 50 km., al sur de Roma, en Anzio (pequeño pueblo de pescadores). 

Los nobles, por halagar a sus emperadores, levantaban allí sus villas buscando favores y, a su vez, tranquilidad y reposo. Uno de ellos fue Cayo Mecenas, el gran impulsor de las artes y asesor de César Augusto, con quien tenía una gran amistad hasta que descubrió el encaprichamiento real con su esposa. 

Calígula mandó construir galeras de cedro que componían un conjunto naval de recreo de lo más vistoso con velas de seda carmesí, con piscinas y jardines en cubierta y un solárium en popa, amén de contar con atractivos programas de fiesta, recorriendo la costa de Campania (frente a Nápoles). Hoy lo llamamos cruceros

La afluencia turística de Anzio desapareció con la caída de Roma. 

En 1944, aquellas tranquilas aguas se convirtieron en campo de batalla durante la II Guerra Mundial, ya que se produjo el desembarco aliado para liberar a Italia del fascismo.

¿El sueño del resto? Una casita con jardín, sol, temperatura agradable, apetitosas viandas, buen vino y relax. Rivalizaban en pomposidad y lujo. Sicilia fue uno de los destinos favoritos, pero perdió interés por las Guerras Púnicas.

Otros se fueron al interior como Servio Sulpicio Galba, sustituto de Nerón, que había nacido en Terracina y pasaba el verano en Tusculum en los montes Albanos a 25 km., de Roma. Disfrutó poco porque lo decapitaron y enterraron su cabeza en su mansión de recreo. 

Fue el primero de los cuatro emperadores, que murieron en el 69. 

Vespasiano sobrevivió a ese fatídico año y su gran trajín militar era mitigado por las aguas y los masajes de las termas de Cotilla (Campania).

Tívoli, cercana a Roma, despertó grandes pasiones en Publio Elio Adriano y se aprovecharon sus bosques y fuentes naturales para las construcciones patricias.

Ni mar ni monte, sino a orillas del lago Averno (cráter de un volcán relleno de agua gris y tranquila en los llamados Campos Flégreos) a 20 km de Nápoles era otro de los destinos o el lago Lucrino, donde veraneaba el gran Marco Tulio Cicerón.

El emperador Tiberio descansaba en Capri y motivó la frase ‘montar un tiberio’ (orgías en “Villa Jovis”) en los últimos días de su mandato, después de dejar el trono a su nieto Calígula.

El autor de la “Eneida” entre otras grandes obras, Publio Virgilio Marón, tenía casa en Roma y otra de verano en Nola (Nápoles, entre el Vesubio y los Apeninos) y el principal poeta lírico romano, Quinto Horacio Flaco, poseía una casita de campo en los montes Sabinos. Ambos fueron beneficiados por el mencionado Mecenas, aunque Horacio gozaba de tal amistad, que está enterrado junto a él.

 Vino: Marcaba la clave social, ya que esta sociedad era profundamente sibarita y beber vino se consideraba un signo de civilización. Los romanos eran un pueblo eminentemente agricultor y, siendo el de la vid el más prestigioso cultivo, se preocupaban por su procedencia, variedad y añada. Por ejemplo, en una taberna de Herculano aparecían jarras en un cartel con el precio, calidad y antigüedad del vino.

En el 146 a.C., la península itálica era ya la primera región productora de vino del mundo conocido. La extensión de latifundios dedicado a las viñas empujó a la población rural a las grandes ciudades. 

Grababan su sello personal, equivalente a los actuales logos, en el asa de las ánforas en las que transportaban los caldos a Marsella, Atenas o Alejandría, y así las diferenciaban del resto. Este gusto fue heredado de los griegos.

Falerno, de la región de Campania, era el mejor vino. El más lujoso y el más caro. Un blanco envejecido diez años, que se cultivaba en vides acotadas en las laderas del monte del mismo nombre. 

La cosecha más famosa fue la del 121 a.C. y se denominó falerno opimiano, en honor a Opiminio, el cónsul de ese año. Lo bebió Cayo Julio César en el siglo I a.C., y a Calígula le sirvieron uno de 160 años el 39 a.C., dos años antes de que fuera asesinado. El poeta Marcial lo definió como ‘inmortal’. Otros vinos fueron: céculo, sorrentino o setino

El pueblo llano bebía vinos de pésima calidad, adulterados y con aditivos para disimular el sabor. 

La posca era una bebida para la soldadesca a base de agua con vino picado o avinagrado, seguramente el ofrecido a Jesucristo en la cruz en una esponja empapada. El último escalafón en cuanto a bebidas era la lora («serva potio»), destinada a los esclavos. Se obtenía prensando pieles, semillas y talos sobrantes de la elaboración del vino común o añadiendo agua al hollejo.

Tenían gran afición por el vino caliente (calidus) y por el puro sin mezclar (marum).

      Agradeciéndoles la paciencia casi Jobiana’ (sí, la del Santo) que han demostrado al leerme, echo el telón con una cita – resumen de todo lo expuesto a lo largo de estas cuatro entregas que, sumadas, ofrecen un modesto, pero amplio conocimiento del apasionante mundo romano. 

       Es del político y escritor inglés Benjamín Disraeli, conde o lord de Beaconsfield: 

“Una gran ciudad, cuya imagen permanece en la memoria del hombre, es el tipo de una gran idea. Roma.”. 

Juan de León Aznar, verano’2022


Sobre el autor