¿Quién no ha degustado alguna vez en su vida un café humeante o con hielo, azucarado o amargo, solo o con leche, con o sin alcohol añadido?
¿Desde cuándo su embriagador aroma cautiva el paladar de quienes con su boca le regalan poesía? La grandiosidad de esta bebida tan cautivadora se ha colado sigilosamente en nuestras vidas desde primera hora de la mañana, facilita el que nos mantengamos unidos al final de una comida o nos reúne con viejas amistades para contarnos el familiar y cálido día a día.
Son innumerables las citas de filósofos, escritores, artistas y otras tantas celebridades, que le han dedicado frases que imbrican o ensamblan su olor, sabor y efecto, pero como muestra ahí van algunas que, de paso, abren el anecdotario cincuenta y tres:
En este precioso anónimo podemos leer: “No es que el café me dé insomnio, es que me hace soñar despierto”.
O el extraordinario compositor Johann Sebastián Bach (1685 – 1750): “Sin mi café de la mañana soy sólo como una pieza dorada y seca de carnero”.
Y qué decir del genial escritor nicaragüense Rubén Darío (1867 – 1916): “Una buena taza de su negro licor, bien preparado, contiene tantos problemas y tantos poemas como una botella de tinta”.
Sobre su origen, cuenta la leyenda que había un pastor de cabras en la provincia de Kaffa en Abisinia (hoy Etiopía), llamado Kaldi, que un día se percató de la vitalidad de su rebaño tras comer unas bayas rojas y brillantes de un arbusto (cafeto). El rebaño dio muestras de una excitación inusual, saltando y brincando toda la noche.
Al día siguiente observó que las cabras comían las hojas de un arbusto en el que él no había reparado y que transmitía al rebaño un nerviosismo especial. Ni corto ni perezoso, el pastor hizo una infusión de aquellas hierbas y comprobó que no podía conciliar el sueño. Poco después, hirvió algunas de las semillas y, bebiendo el líquido resultante, experimentó el mismo resultado.
Las llevó a un venerado musulmán que habitaba en un monasterio, quien desaprobó de inmediato su uso y las arrojó al fuego. Pero, en ese mismo instante, le cautivó un bálsamo embriagador que impulsó al sabio a meter las manos en las brasas y extraer los granos tostados. De un verde sucio, habían adquirido un color negro.
Un descubrimiento así no podía mantenerse en secreto ni tenía por qué, así es que se fue extendiendo por toda Etiopía la costumbre de tostar las semillas del café y beber su infusión.
Este hábito llegó a Arabia, donde la bebida tomó el nombre de Kawa y algunos aseguran que por la similitud con la piedra santa de La Meca llamada La Kaaba, que también es de color negro.
La costumbre de tomar café se hizo popular y rápidamente aceptada, tanto por las capas más bajas de la sociedad como por las más altas y se extendió de tal forma que hubo quien la consideraba pecado, como pasa con todas las novedades, ya que los puritanos, pudibundos o mojigatos están en contra del placer por sistema.
Se desarrollaron prolijos debates y la autoridad religiosa islámica optó por permitir su uso, aunque desaconsejándolo. Los fieles no hicieron el menor caso e, incluso, inventaron leyendas como que el arcángel San Gabriel había ofrecido la primera taza al profeta Mahoma, para que velase toda la noche.
El café se introdujo en Europa por dos rutas: una fue Venecia; y la otra, Viena.
Los mercaderes venecianos se aficionaron a su consumo en los enclaves que poseían en el imperio turco u otomano y de allí lo llevaron a la ‘ciudad de la laguna’, donde a finales del siglo XVI ya se consumía. Por otra parte, los turcos, que invadían Europa y llegaron a las puertas de Viena, cuando levantaron el cerco a esta ciudad dejaron abandonados centenares de sacos, que un polaco de nombre Kolschitzky reclamó como recompensa por un heroico acto por él realizado. El poso del café turco no fue del gusto de los vieneses, pero Kolschitzky ideó colar la infusión, modalidad que tomó el nombre de ‘a la vienesa’.
En España tuvo que competir con la moda del chocolate y, ¡cómo no!, con las prevenciones médicas que los galenos (?) manifestaban hacia el negro líquido.
Un amigo advertía al escritor y filósofo francés Bernard le Bovier de Fontenelle (1657 – 1757) que el café era un veneno lento. La respuesta fue: “Puede ser, porque hace ochenta años que lo tomo y no he muerto todavía”. Hay que recordar que falleció un mes antes de cumplir el siglo.
El café se encuentra entre las tres bebidas más consumidas por el ser humano, junto al agua y el té, y al contener cafeína se considera sustancia psicoactiva, que mejora algunas funciones cognitivas (procesos cerebrales y mejora de la memoria), amén de estimular la vigilia y la concentración. Actualmente se cultiva en países tropicales o subtropicales como Brasil, Vietnam o Colombia.
No hay que confundir y, por tanto, saber diferenciar dos acepciones: variedad y tipo. La primera se refiere al origen y especie del grano y se clasifica en arábigo, robusta, libérica y excelsa. Las dos primeras son las más conocidas y comercializadas. Y en cuanto a la segunda se han ido inventando a lo largo de los años y son: expreso, americano, cappuccino, latte, moka (mochachino) y caramel macchiato.
Y echamos el candado con la escritora inglesa Jessi Lane Adams: “El café huele a cielo recién molido”, y con el guionista y actor inglés John Van Druten: “Pienso que, si hubiera sido mujer, usaría café como perfume”.
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