¿Qué provoca una madre en su pequeño hijo cuando lo mira? Un cúmulo de emociones que, obviamente, el vástago no puede revelar, pero que se aglutinan en alegría, bienestar, felicidad, inquietud, miedo, placer, tristeza… según la expresión de su mirada
Se define, según el “Diccionario de Neurociencia” de Mora y Sanguinetti de 2004, como una forma de respuesta de la conducta de carácter subjetivo producida por la información, tanto externa como interna que recibimos.
Ellas forman parte de nuestra vida desde que nacemos y así la felicidad, por ejemplo, se ha convertido en el paradigma de las utopías, pues nadie aporta la pócima mágica para alcanzarla; el miedo, si es real, ha protegido al ser humano desde sus orígenes; la esperanza nos permite seguir luchando en busca de un mejor futuro; y la compasión nos da o nos quita calidad como seres humanos.
Eso sí, el factor común es que ellas condicionan toda una existencia desde que abrimos los ojos hasta el final de nuestra andadura por este mundo, que suponen fuertes sentimientos y que nos agitan en lo más profundo.
La cita, que viene a colación con lo expuesto y que sirve pata abrir el anecdotario sesenta y cuatro, es del escritor y poeta inglés Óscar Wilde (1854 – 1900):
“Un hombre que es dueño de sí mismo pone fin a un pesar tan fácilmente como inventa un placer. No quiero estar a merced de mis emociones. Quiero usarlas, disfrutarlas, dominarlas”.
Visitando un hospital londinense durante la guerra, preguntó la actriz británica Estelle Merle O’Brien Thompson (1911 – 1979), nacida en la India (Mumbai) y conocida como Merle Oberon, a un soldado herido si había matado a algún alemán.
El muchacho respondió que sí, que lo había hecho con su mano derecha y la diva se la besó cariñosamente.
Cuando se volvió al herido que ocupaba la cama vecina, éste se apresuró a decirle:
“Yo también maté a un alemán… ¡a mordiscos!”. No cayó la ‘breva’.
El multimillonario judío Rothschild, cuya noble familia se fundó en 1769, y un arzobispo católico fueron invitados a cenar en la misma casa. Cada uno de ellos consideraba que debía ser el otro quien entrara primero en el comedor. Por fin dirimió la cuestión el célebre hebreo, que era el mayor de los dos, diciendo:
“Os obedeceré y pasaré antes que vos porque el Antiguo Testamento precede al Nuevo”.
El escudo de armas para esta saga europea de origen judeoalemán, fue otorgado por el emperador Francisco José I de Austria (1830 – 1916) y el lema del clan era: ‘Concordia, integridad, industria’.
Conocida es la respuesta que dio el científico más popular del siglo XX, Albert Einstein (1879 – 1955), a quien se le preguntó si se nacionalizaría estadounidense:
“Aún no lo sé. Si mis teorías sobre la relatividad triunfan, Alemania dirá que soy alemán y Francia que soy ciudadano del mundo. Si fracasan, los franceses dirán que soy alemán, y los alemanes que soy judío”.
Como a todo sabio, habría que atribuirle a Einstein una distracción cualquiera, así es que, estando totalmente abstraído en sus cálculos, entró corriendo uno de sus ayudantes y, señalando el periódico que llevaba en la mano, dijo:
“¡Qué susto he pasado, doctor! ¡Aquí dice que ha muerto Einstein!”.
Absorto en sus cuitas, el presunto ‘fiambre’ comentó:
“Caramba, caramba. Haga que envíen una corona de flores”.
Le encantaba tocar el violón, pero desesperaba a sus acompañantes porque no era capaz de mantener el compás. En una oportunidad le espetó el pianista austríaco Arthur Schnabel (1882 – 1951), sinceramente furioso:
“¡Parece mentira que no sepa usted contar hasta cuatro!”, en clara referencia al compás cuatro por cuatro.
Una más. Viéndole un amigo pasear por las calles de Berlín con un abrigo viejo y raído, le aconsejó que se comprara otro, a lo que respondió:
“¿Para qué? ¡Aquí todos me conocen!”.
Años después, viéndole el mismo amigo con el mismo abrigo, pero esta vez en Nueva York, supuestamente más desvencijado aún, se indignó:
“¡Pero todavía con el mismo abrigo! ¡Debes hacerte otro de inmediato, es vergonzoso!”.
El sabio dio la previsible respuesta:
“¿Por qué? ¡Aquí nadie me conoce!”.
Y la última. Dijo Einstein al magistral actor y humorista británico Charles Chaplin (1889 – 1977) en cierta ocasión:
“Le envidio porque todos entienden su arte y le admiran”.
Y contestó el genial actor:
“Más le envidio yo a usted, porque el mundo entero le admira sin entenderlo”.
Terminar el artículo con el excelente escritor alemán Johann Wolfang von Goethe (1749 – 1832) es todo un lujo:
“No conseguirás conmover otros corazones si del corazón nada te sale”.
Juan de León Aznar… manto de rosas y libros por Sant Jordi 2025?
