El gran poeta latino Marco Valerio Marcial dejó esta frase para la posteridad: “Poder disfrutar de los recuerdos de la vida es vivir dos veces”.
Esta palabra proviene del latín recordari: re significa nuevo; y cordis, corazón. Algo que tenía sentido en la antigüedad ya que ubicaban la mente en el corazón. Los recuerdos se generan en la estructura cerebral, que tiene forma de caballito de mar que se denomina hipocampo, se almacenan en la corteza prefrontal del cerebro y su importancia radica en las emociones que originan en el individuo. Resumiendo, es una capacidad de la memoria, que nos permite acumular informaciones, conservarlas y retornarlas al presente. ¡Vamos a recordar!
La Independencia de Marruecos aconteció un 2 de marzo de 1956. Yo tenía diez años y vivía en el Antiguo Protectorado español, concretamente en Nador, cerca de la ciudad autónoma de Melilla.
Una familia muy querida por mí y mi familia la conformaban Braulio Esteban Martínez y Alicia Rodríguez López. Él era el médico de la colonia española, un gran facultativo y mejor persona; y ella, su compañera ideal, eficiente y encantadora. Hoy, hemos quedado impactados al conocer su reciente fallecimiento del pasado domingo 19. Dios la tenga en su Gloria, que es donde merece estar. Impartí clases a todos sus hijos Lina, Tobalo (diminutivo de Cristóbal, por el mártir Cristóbal de Licia), Alicia y Agustín, menos a la más pequeña, Isabel María.
Respondía al nombre de Loli y era la persona de confianza de ese clan. Una mujer activa, complaciente y afectuosa, que se desvivía por atender al que precisara de sus servicios. Uno de sus muchos dotes era el de saber poner inyectables. Tenía ya veinte años cuando escuché decirle a mi progenitor (q.e.p.d.), como regañando y al que ‘pinchaba’ cuando se terciaba: “¡Vaya pellejo duro que tiene don Alfonso!”. Y en esas estamos.
Hete aquí que mi padre contrajo una afección gripal que requería de antibióticos y como quiera que Loli estaba también indispuesta, pues se le encendió la ‘bombilla’: “¡Ponme tú la inyección!”. “¿Yo?, ¡ni pensarlo!”. Empero, me convenció (?) de lo hacedero del acto.
Sabedor de la ‘pelleja’ familiar cogí una aguja y practiqué sobre un cojín calado de lana. La ‘saeta’ entraba y salía sin dificultad, ¡estaba’ chupao’!, así es que nos pusimos manos a la obra.
El primer intento sucedió en la cocina, de espaldas a la nevera. Entro a ‘matar’ y la aguja rebotó en el electrodoméstico. La cuestión se complicaba y desistí, pero por insistencia y aun con sangre en el glúteo, me persuadió para un segundo intento.
Este ya fue en su lecho matrimonial. Apunto, me lanzo y la aguja atraviesa prestamente la piel, pero se queda girando 360 º, como colgando. ¿Y ahora qué? Pues como no hay dos sin tres, nos encaminamos peligrosamente al tercer intento.
Ya con firmeza, conseguí media estocada, acabé de profundizar, introduje la jeringa, succioné hacia atrás para comprobar que no extraía sangre y conseguí inocular el anhelado líquido sanador.
Ni que decir tiene que jamás he vuelto a ‘disfrutar’ de experiencia parecida, que dejo constancia de la dureza de ese tafanario y de admirar como aguantó mi padre estoicamente la sangrienta zaranda o criba.
“La vida sería insoportable si todo se recordase. El secreto está en saber elegir lo que debe olvidarse”, escribía el novelista Roger Martín du Gard que para eso fue premio Novel de Literatura en 1937. Yo no podía olvidarlo, porque todavía no había nacido, aunque Miguel Unamuno y Jugo también lo deja bien claro: “No sé cómo puede vivir quien no lleve a flor de alma los recuerdos de su niñez”.
Por el mismo tiempo me pasó otro curioso hecho. A mis veinte años, embarcaba a las once de la noche en Melilla con destino a Málaga, ciudad en la que atracábamos a las ocho de la mañana. Después de pasar el control de aduana, cogía un tren rápido (?) con dirección Córdoba, que paraba en la estación de Montilla, donde me montaba en un prehistórico autocar del que había que bajarse un par de veces durante el trayecto para empujar (¡no sé por qué abonábamos un billete!). A los veinte sufridos y traqueteados kilómetros avistábamos Castro del Río, el pueblo donde mi ‘media naranja’ o futura ‘costilla’ me aguardaba ilusionada. Ni que decir tiene que el ‘tío’ llegaba hecho un pingajo: a medio dormir, ‘arrugao’, ya que se dormía vestido en una litera, sin afeitar, sudoroso… y todo ello sin temporal. Total, ¡una pequeña y ‘lúdica’ odisea!
En Melilla tenía un íntimo amigo indio, llamado Pishú, que poseía un extraordinario complejo comercial con verdaderas preciosidades en cerámica, nácar, palo de rosa, laca, porcelana, cuarzo… que configuraban un variopinto mosaico de regalos o adornos para satisfacer el gusto del personal más exigente. Los establecimientos se llamaban “Palacio Oriental” y “Pagoda” y tenían delegaciones en Málaga y Valencia.
Cada vez que viajaba me ‘obligaba’ a pasar por la tienda principal para llevarle a mi prometida diversos obsequios que él tenía como muestras: gemas de cuarzo (amatista, ópalo u ónice), rinconera de laca negra con incrustaciones de nácar, figuras de distinto material… En fin, una delicia para la vista, que causaba expectación a mi arribada cordobesa.
Cierto día, no pude pasar en hora vespertina a recoger los detalles y me llegué por allí sobre las diez, poco antes de tener que irme para el puerto. Recogí los presentes; pero, además me regaló un rollo aherrojado a una gomilla, que no desliamos por la premura de tiempo. Coloqué los artículos en la maleta, pero en la batea (bandeja superior que se acoplaba a las antiguas) dispuse el cilindro de papel sin abrir.
Como quiera que no funcionaban los cómodos y actuales ferrys, me refiero, obviamente, a los buques de la Transmediterránea de la década 60 – 70, aunque yo estuviera subido a ellos desde los dos años por motivo de desplazamientos familiares a la península.
Los maleteros en el muelle se disputaban a gritos las pertenencias del personal que aguardaba en cubierta el atraque, anunciando con estentóreos gritos el número de sus gorras y anotando el de los camarotes. Existían pasarelas para descender, no muy seguras, por su ‘sexi’ bamboleo, y que conducían indefectible e inexorablemente a la temida… ¡ADUANA!
Y allí hacíamos colas, hasta que de cinco en cinco nos hacían entrar al recinto. Las conversaciones, familiares y confidenciales ellas por el factor común del pánico, giraban en torno a lo que se debía abonar por el exceso en las variopintas ‘compras’ (bebida, tabaco, radiocasetes para coche, prismáticos, gafas, transistores…). Unos hacían cálculos sobre la cantidad a pagar; otros, se resignaban y soltaban un… ¡que sea lo que Dios quiera!
Llegamos al mostrador de recepción, donde abrieron al unísono las cinco maletas. La primera, ¡la mía! El carabinero se fija en el rollo de la batea. ¿Esto que es?, me pregunta y a lo que contesto… ¡no lo sé, no tuve ocasión de verlo, puede abrirlo!
¡Oh, sorpresa!, se trataba de un almanaque japonés con bellas niponas desnudas, pero con un exquisito gusto fotográfico y artístico: lentejas de agua, nenúfares, flores de loto, contraluces, rayos de sol que iluminaban la piel perlada de diminutas gotas como si del rocío se tratara… Ante las exclamaciones a favor de lo visualizado, acude el compañero y se escucha… ¡cómo está mayo!, ¡pues anda que julio! Llaman al ‘vista’ (funcionario técnico responsable del embarque de las mercancías, así como del pago de impuestos y aranceles por importaciones), que acude raudo y veloz y se suma al dúo de las visiones contemplativas.
Habida cuenta de que solo disponía de tres cuartos de hora para la salida del tren y que antes debía solicitar un taxi, les digo: ¡Pueden quedárselos (finalmente contaban con dos ejemplares) y ya pediré uno a mi vuelta! ¿Sí? ¡Pues, muchas gracias!
Al unísono se cerraron las cinco valijas y, como por encanto, hizo su presencia una barrita de arcilla blanca, coloquialmente llamada tiza, que dibujaron unos trazos, casi jeroglíficos, en la parte exterior de ellas y que, a buen seguro, servirían como referencia al compañero de la puerta de salida.
Fui el último en abandonar las dependencias aduaneras y, al salir fuera, me aguardaban los cuatro interfectos casi con vítores: ¡Gracias maestro, nos ha salvado! Y lo mejor… ¡Vaya ‘ideilla’ la de los almanaques!… ya que daban por hecho que se trataba de una acción preconcebida.
Echo el cierre con una preciosa y cautivadora cita, que pertenece al estadista y escritor francés Jean de Boufflers: “El placer es la flor que florece, el recuerdo es el perfume que perdura” … ¡ahí queda eso!
P.D.: Mis peripecias y vicisitudes aduaneras vividas (Beni Ansar en Melilla, El Tatajal en Ceuta, Tánger, Algeciras…) darían para un libro, pero con una me doy por satisfecho.
Juan de León Aznar… a las puertas del Día de Andalucía’2023
