La Columna de Don Juan León | “La felicidad consiste en gozar de buena salud, en dormir sin miedo y despertarme sin angustia”


   ¡Ay!, la tan cacareada, controvertida, socorrida y sofisticada higiene. Sí, esa parte de la medicina que nos orienta y recomienda adquirir los hábitos necesarios que debemos fomentar para prevenir la propagación de enfermedades infecciosas (sarna, micosis, influenza, Covid-19, diarreas, caries…) y que se refieren a las relaciones interpersonales, tanto de aseo individual como de limpieza de lugares

     En definitiva, se trata de procurar y utilizar los medios necesarios para estar limpios recurriendo a ‘herramientas’ como el jabón, el champú o el agua, ya que una buena higiene conduce a una mejor salud, confianza y crecimiento general.

     Por desgracia, existen ámbitos o zonas en donde la higiene supone un gran reto: suelos de tierra, falta de agua, familias que comparten espacios con animales domésticos, total ausencia de instalaciones, el tabú de la menstruación en muchas partes del mundo… 

     Existen diversos tipos de higiene: bucal, corporal, de la postura, deportiva, escolar, industrial, mental…

     Deberíamos recordar que el ‘Día Mundial del lavado de manos’ es el 15 de octubre y ya, sin más dilación, abrimos este anecdotario cuarenta y ocho.

     Sin prisas, pero sin pausa, daremos un modestopaseo higiénico histórico, deseando que resulte lo más anecdótico posible:

     Doy por descontado, sin fundamento alguno, que los hombres paleolíticos o neolíticos eran criaturas ‘algo hidrofóbicas’, así es que empiezo a bucear, directamente, desde la Edad Antigua.

     Según parece, de todos los pueblos de la antigüedad, el egipcio fue el más interesado en los cuidados higiénicos, ya que se prescribían abluciones obligatorias y los sacerdotes debían lavarse tres veces al día y dos por la noche. 

     La hija del faraón encontró a Moisés cuando se bañaba en el Nilo (Éxodo, II, v. 5) y el mismo Moisés prescribió el baño a las mujeres el séptimo día de la menstruación. Y no sabemos si por esta causa o por simple higiene, se bañaba Besabé cuando fue sorprendida por David (II, Reyes, XI, 2) o Susana cuando lo fue por los viejos (Daniel, cap. XIII).

     Los asirios construyeron los primeros establecimientos públicos de baños y su lujo era tan imponente que Plutarco nos dice que cuando Alejandro Magno, después de la derrota del rey persa Darío, entró en sus baños, se quedó admirado por las conducciones de agua, las pilas, los perfumes y los metales preciosos.

     Los romanos generalizaron en España sus conocidos baños, que abrían a mediodía y cerraban al ponerse el sol. Se llamaban balmes o balneum, los de sus villas o residencias, y therma o thermae si eran públicos. 

     Constaban de cuatro salas: palestra (patio central), tepidarium (habitación de agua tibia), frigidarium (sala de agua fría) y caldarium (baño de agua caliente o alveus).  

     Además, se encontraban el apodyterium (vestuarios) y las tabernae (tiendas adosadas para venta de bebidas o comidas).

     Se generalizaron en España construyéndose sólidos y cómodos edificios, cuyos vestigios y ruinas están esparcidos por toda la geografía peninsular.

     Los otomanos son considerados los responsables de popularizar los baños turcos, árabes o hammam, que empezaron a construirse cercanos a las mezquitas y que purifican el cuerpo y el espíritu, amén de permitir una profunda relajación. Su origen se lo debemos a las termas romanas y en España, el de Granada fue el primero y, por tanto, el más antiguo.

     Alfonso VI, rey de León, Galicia y Castilla, apodado ‘el Bravo’ (1040/1041 – 1109), litigó, según la leyenda con Rodrigo Díaz de Vivar, ‘el Cid Campeador’ y llegó a prohibir, e incluso destruir, estos establecimientos balnearios. ¿El motivo?, frenar los abusos que se cometían en la gente que iba a bañarse y que enervaba el vigor de las tropas.

     El escritor Fray Luis de Escobar en su libro “Las quatrocientas respuestas a otras tantas preguntas que el yllustrissimo señor don Fabrique Enríquez: Almirante d’Castilla y otras personas en diuersas veces embiaron a preguntar al autor…”. Anno M.D.XI.V (Valladolid). Y esta es la respuesta de don Fabrique:

     “¿Si es pecado entrar en los baños? // Solían usar en Castilla // Los señores tener baños // Que mil dolencias y daños // Sanaban a maravilla; // Y pues hay tan pocos de ellos, // Y pocos vemos tenellos; // Quería que vos saber // Si por salud o placer // Es pecado entrar en ellos”. ¡Un precioso castellano que hemos dilapidado!

     Los dos periodos históricos que concitan mayor suciedad son los correspondientes a la época de los bárbaros y a los siglos XV a XIX. El primero coincide con la destrucción de la civilización romana por las grandes invasiones, y el segundo, por tres causas bien diferentes: las grandes epidemias de peste bubónica, que hacían temer el contagio; las guerras de religión, que encarecieron la leña; y la ‘invención’ de la ropa interior, ya que mandaban a lavar la camisa antes que hacerlo con su cuerpo.

     Los cortesanos de Luis XIV de Francia, ‘el rey Sol’, criaban centenares de piojos debajo de sus empolvadas pelucas y el siglo XVIII, el de ‘La ilustración’ o ‘La Razón’, fue un siglo de una suciedad inconcebible, escondida entre oleadas de penetrantes perfumes, a pesar de las casacas de seda y los bordados de oro y donde destacaban las grandes cortesanas de la corte, como Juana Antonieta Poisson (madame Pompadour) o Jeanne Bécu (madame du Barry). Ambas fueron amantes de Luis XV, y la segunda fue decapitada en la plaza de la Concordia parisina.

     En tiempos de Luis XVI, las damas orinaban de pie donde podían, por los pasillos y patios e incluso en la misma sala del trono (sillico) o en la cámara real. También los excrementos más sólidos eran recogidos por los criados en las distintas salas o dependencias de palacio.

     Durante su época de locura, Felipe V de España, nuestro primer Borbón, no quería lavarse de ninguna manera. Se hacía sus necesidades encima y se negaba a cambiarse de ropa. Extrañaba su locura, pero no su porquería.

     Y vamos a cerrar este artículo con una ‘curiosidad curiosa’:

     A pesar de los anticlericales, Isabel I de Castilla, ‘La Católica’ (Madrigal de las Altas Torres, Ávila, 1451; Medina del Campo, Valladolid, 1504) fue una mujer muy limpia.  

     Nos dice el historiador Rafael Altamira Crevea en la página 546 del tomo II de su ‘Historia de España’:

     “No obstante sus sentimientos religiosos y lo grave de su carácter, gustaba tanto de vestir con gran lujo, que fray Hernando de Talavera estaba harto de censurarle tales banalidades”.

     La de la famosa camisa fue la infanta de España Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II de España, que juró no cambiarse la indispensable prenda interior hasta que sus tropas pusieran fin al asedio de Ostende (Belgica). Y como el sitio duró tres años… los franceses, a la especial tonalidad que adquirió el blanco, le llamaron ‘couleur isabelle’

     Y como quiera que la higiene está directamente emparentada con la salud, tanto la física como la psicológica y emocional, a la que no se presta demasiada atención, pero que influye en nuestra percepción de la vida y el nivel de felicidad, haremos mención a dos brillantes citas:

     Una, la del filósofo chino Lao-Tse, también conocido por Lao Tzu (siglo VI a. C.)

     “La salud es la mayor posesión. La alegría es el mayor tesoro. La confianza es el mejor amigo”.

     Y la segunda, de la escritora francesa Françoise Quoirez, conocida por Françoise Sagan (1935 – 2002): “La felicidad para mí consiste en gozar de buena salud, en dormir sin miedo y despertarme sin angustia”.

     Recomendemos y no permitamos que nadie diga o piense de alguien… ¡huele hasta en fotografía!

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