¿Les apetece que nos demos una vuelta por la tan cacareada y cristiana caridad y así, de paso, comenzamos el treintainueve anecdotario? Sí, es esa virtud que comienza por nosotros mismos y la mayoría de las veces acaba donde empieza
Podemos referirnos a una limosna dadivosa, a un auxilio al necesitado o, simple y llanamente, a una acción solidaria y desinteresada hacia alguien, sin importar la ideología, la nacionalidad o la religión. En definitiva, ayudar al prójimo es un privilegio, al que debemos habituarnos, porque cuesta tan poco…
Vocablos relacionados con la caridad y, por tanto, referidos al amor al género humano y a aquéllos que se distinguen por sus obras por el bien de la comunidad, son: altruista, dadivoso, desprendido, filántropo, generoso, humanitario o magnánimo.
Dos citas para ilustrar esta virtud, serían:
“La caridad empieza en mi casa, y la justicia en la puerta siguiente” del escritor inglés Charles John Huffam Dickens, o la del teólogo y filósofo cristiano San Agustín de Hipona: “En la caridad el pobre es rico, sin caridad todo rico es pobre”.
Paseaban por el Retiro Eduardo Dato e Iradier (A Coruña, Galicia, 1856; Madrid, asesinado el 8 de marzo de 1921, tiroteado desde una moto-sidecar por pistoleros anarquistas), abogado, político, varias veces ministro y presidente del Consejo de ministros durante el período de la Restauración, y el gran político andaluz Francisco Bergamín García (Campillos, Málaga, 1855; Madrid, 1937), abogado, político y catedrático).
El primero iba preocupado porque le habían encargado formar gobierno y no acababa de cuadrar y completar su lista ministerial. En un momento dado se preguntó:
“¿A quién haré ministro de la Guerra?”.
Pasaba por allí una bella muchacha, a la que siguieron los ojos del malagueño que, encandilado, dijo con su acento andaluz: “Haga uzté miniztro a éza”.
Dato, que no había visto nada, se paró y dijo:
“¿A Eza? Pues no es mala idea”. Y así fue como Luis Marichalar y Monreal, vizconde de Eza (Madrid, 1873 – 1945), llegó a ser ministro.
Cuando los médicos dijeron a Marcelino Menéndez Pelayo (Santander, 1856 – 1912), el autor de “Historia de los heterodoxos españoles”, que debía abandonar todo trabajo si quería prolongar su vida, respondió:
“Prefiero vivir un año trabajando que veinte sin trabajar”.
Poco más tarde, su enfermedad (cirrosis atrófica de Laennec) se agravó y hubo que prohibirle toda tarea. Cuando su médico de cabecera le hizo comprender que el fin estaba próximo, la reacción del eminente español, filólogo, crítico literario, historiador y político, fue mirar las estanterías llenas de libros que abarrotaban las paredes de su casa, y decir:
“¡Qué lástima, cuando tanto me falta por leer!”.
Sabida es la animadversión que el dramaturgo, actor y poeta francés Molière sentía por los médicos, ya que no eran santos de su devoción, y los definía de la siguiente guisa:
“Son seres que disparatan a la cabecera del enfermo hasta que la naturaleza les cura o ellos los matan”.
Se llamaba Jean – Baptiste Poquelin (París, Francia, 1622 – 1673) y adoptó el seudónimo de Molière para no perjudicar a su familia, ya que el teatro no era una profesión bien vista. Fue, incluso, encarcelado varios días por no pagar las deudas, tras uno de sus fracasos teatrales. Es considerado como uno de los mejores escritores de la lengua francesa y la literatura universal, y entre sus grandes obras destacan:
“Las preciosas ridículas”; “Tartufo”; “El avaro”; “El misántropo”; “El burgués gentilhombre”; “El enfermo imaginario” …
Falleció mientras representaba esta última obra: desfallecimiento y hemorragia, debido a la tuberculosis pulmonar que padecía.
Cuando Carlos I de Inglaterra, Escocia e Irlanda fue decapitado el 30 de enero de 1649, su enemigo, el dictador, líder político y militar inglés Oliverio Cromwell, quiso ver el cadáver y dijo:
“Perfecta constitución; hubiera podido vivir muchos años”.
El rey Guillermo I de Inglaterra, más conocido por ‘el Conquistador’, cayó enfermo y su enemigo, Felipe I de Francia, burlándose de la obesidad del inglés, mandó a un propio para que le preguntase si había dado a luz con felicidad. El británico respondió:
“Todavía no he parido, pero podéis decir a vuestro señor que, después del parto, iré a misa a Notre Dame de París y no con cirios, sino con diez mil lanzas”.
Añadir, como curiosidad, que este rey promulgó una ley en 1688, que obligaba a sus súbditos a acostarse a las ocho de la tarde con toque de campana. Evitaba los fuegos, prevenía ataques vikingos nocturnos e impedía reuniones conspirativas.
En el anterior anecdotario (nº38º) saboreamos las ‘ocurrencias’ del genio irlandés George Bernard Shaw, pero ésta se quedó atrás. Un mediocre actor le molestaba de continuo y le solicitaba una recomendación para un importante empresario londinense. Para librarse de una vez por todas del importuno, le dio la carta, redactada en los siguientes términos: “Mi querido amigo: el dador de la presente representa a Shakespeare, a mí y a otras celebridades del teatro. Además, toca la flauta y juega al tenis. Esto último es lo que hace mejor. Afectuosamente, Bernard Shaw”.
Y volviendo a la caridad no está demás esta gráfica y ejemplar cita del escritor estadounidense, autor de “Colmillo blanco”, Jack London (San francisco, California, Estados Unidos, 1876; Glen Ellen, California, Estados Unidos, 1916): “Tirarle el hueso al perro no es caridad. Caridad es compartir el hueso con el perro cuando se está tan hambriento como él”.
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