Seguimos en Villa Nador, tengo doce años y estudio tercero de bachiller elemental. Sentí un escalofrío sobrecogedor. Se avecinaba una buena ‘tunda’… y esta llegó, sin ‘escurribanda’ posible.
¡Se buscan señales! Esa parecía la consigna o la máxima que imperaba allá por los sesenta por aquellos pagos del Protectorado Español, que acogía a mi familia. Una psicosis colectiva, desmesurada y generalizada invadía a mis convecinos.
Alineación de astros, arcanos eclipses, reveladores cometas, confluentes tormentas, osados vientos, estudio de la periodicidad de los fenómenos cosmográficos, cabellos en los misales (¡como lo leen!), marcas en textos bíblicos, litúrgicos o de religión… ¡cualquier señal servía para poder vaticinar con exactitud suiza que el final de los tiempos estaba próximo! Gracias a Dios que, por entonces, los ‘mayas’ no metían baza.
Los chavales solíamos jugar a ‘cosas’ por temporadas: a las canicas un trimestre; al trompo en otro; a las tejas en una estación… pero ‘lo’ del final del mundo duraba meses y se sucedía año tras año.
Seguimos en Villa Nador, tengo doce años y estudio tercero de bachiller elemental. Iba un curso adelantado porque, según la ley, podían acceder al ingreso en junio aquellos alumnos que cumpliesen los diez antes de finalizar el año. A tan corta edad obviamente no había leído al gran Lucio Anneo Séneca y seguir su gran consejo: “Cuando se está en medio de las adversidades ya es tarde para ser cauto”, que es el ‘leitmotiv’ de este modesto artículo.
Mi padre daba clases particulares después del ‘cole’, a la hora del té o de las corridas de toros; ‘osease’, a las cinco. Tenía un variopinto ramillete de adultos jóvenes (nunca jóvenas o jóvenos) con metas muy diversas: bachiller, Academia Militar, banca, cultura general, oposiciones… y como quiera que la jornada vespertina se prolongaba hasta las nueve o diez de la noche (algunos ‘castigados’ hasta cenaban con nosotros), concedía una especie de recreo sobre las siete y bajábamos a la calle a echar un ‘partidillo’. Eran otros tiempos.
De constitución fibrosa, puro nervio, escuchimizado, con mal color y estudiando todo el día en casa, porque lo hacía por libre (se habían acabado las escuelas y los institutos), media hora de asueto o esparcimiento donde desfogar o liberar la energía negativa acumulada… ¡era toda una bendición!
En esos treinta minutos corría lo que cualquier mortal en tres horas. Subía exangüe, con las cuencas de los ojos resecas y hundidas, cetrino y empapado en sudor. Una de esas tardes, antes de personarme en la académica habitación, atestada y laboriosa, me acerqué al lavabo y pulsé el interruptor, que se hallaba a la derecha del espejo, y… ¡vi un ‘fiambre’!, o, al menos, era lo que más se correspondía con la visión. Si comparecía de esta guisa en la susodicha sala, habría ‘solfa’ y se acabarían los ‘recreos’, así es que me lavé con jabón frotándome con fruición y me torteé y pellizqué las mejillas buscando algún color decente que aliviara el espectro.
Para restablecer el equilibrio hídrico fui directo a la cocina a beberme un par de vasos de agua. No había necesidad de encender la luz para coger del platero un vaso, colocarlo debajo del grifo, llenarlo y trasegarlo, ya que en casa propia se conocen todos los entresijos o recovecos que automatizan los movimientos.
¡Me quedé helado y perplejo! Los bordes del vaso no tocaron mis labios, porque del fondo a mi derecha y de una fuente repleta de pescado surgía un colosal fulgor azulado. ¡Rutilaba la oscuridad! Encendí la luz y solamente había una bandeja con jureles. Apagué, esperé un tiempo, y de nuevo aparecían los enigmáticos destellos cerúleos.
¡Y se me ocurrió una de ‘Jaimito’! Restregué mis manos por aquella superficie luminosa, mal oliente y me embadurné la cara, me aposté en el marco de la puerta que daba a la clase… y observé, con deleite, que nadie reparaba en mí. Entré en el cuarto de baño, me miré en el espejo… ¡Toda una aparición! ¡Había descubierto el fósforo!
Una larga terraza comunicaba dos piezas de la vivienda: el comedor y la ‘escuela’. El balcón de cada una de ellas constaba de una parte baja de medio metro de altura, toda de madera, y una parte superior con cuatro espacios cuadrados destinados a los cristales. Fui al cuadro general de luz y bajé la palanca. Se escuchaban comentarios: “¡Estamos a oscuras!”, “¡En el pueblo hay luz!”, “¡Parece una avería!”.
Me deslicé por la terraza hasta llegar al habitáculo docente, agazapado en la parte opaca del balcón, alcé el puño y golpeé fuertemente el cristal para captar la atención hacia ese punto. Levantándome con suavidad mostré, manos arriba, mi rostro. ¡Se desató la locura!: “¡Una señal D. Alfonso!”, “¡El fin del mundo!”, “¿Qué vamos a hacer?”, “¡Tenemos que salir!”.
Los alumnos saltaban por encima de las mesas, se golpeaban ente ellos para poner pies en polvorosa, la puerta se convirtió en un amasijo humano por escapar, una discente, hija del Comisario de Policía, presentaba una brecha en la frente y los espeluznantes gritos se escuchaban por doquier. Pero mi padre, ¡qué listo!, se fue como una flecha hacia la palanca del cuadro de luces y la subió. Cuando volvió, todavía permanecía en la misma posición, sin cambiar de postura. Sentí un escalofrío sobrecogedor. Se avecinaba una buena ‘tunda’… y esta llegó, sin ‘escurribanda’ posible.
Ya de noche, y hablando conmigo, me decía: “¡Descubrir algo tiene su encanto, pero también asumes riesgos!”, palpándome las recatadas posaderas.
De nuevo recurro, qué remedio, al escritor y filósofo cordobés Séneca ‘el Joven’: “Ningún descubrimiento se haría ya si nos contentásemos con lo que sabemos”. Loable era querer saber más, pero Napoleón Bonaparte tenía razón al decir: “Una retirada a tiempo siempre es una victoria”. Y hay que reconocerlo… ¡no estuve atinado en mi ‘comparecencia’!
Juan de León Aznar – mayo’2022
