#CartasAlDirector | La columna de Don Juan León: “Dedicado a los nacidos antes de 1975”


Si en la escuela nos ‘calentaban’, no decíamos nada en casa para no recibir un segundo correctivo y oír el clásico… “¡algo habrás hecho!”

Si el análisis de los suculentos detalles de la viñeta con la repleta baca del coche (colchón inflable, pájaro, caña de pescar, perro, parasol playero y maletas) o la abuela haciendo punto les ha hecho reír, estamos en la andadura correcta, pues se trata de arrancar unas frescas y relajantes sonrisas, haciendo buena la cita del escritor estadounidense Anthony J. D’Angelo: “Sonríe, es la llave que se ajusta a la cerradura del corazón de todos”.

Dos acepciones son utilizadas hoy en día con harta ligereza:

Agobiado. Término usado hasta la saciedad por los jóvenes para expresar y airear su disconformidad ante un mínimo contratiempo, sin reparar en la hambruna del mundo, los salarios insuficientes, la explotación infantil, la violencia desmedida, la delincuencia juvenil, los asesinatos, las catástrofes naturales, las enfermedades incurables, las separaciones conyugales o los azotes de la droga, el sida o el/la covid’19 y sus dichosas mutaciones. En fin, ¡problemas!

Traumatizado. Los mayores suelen aplicar este vocablo a las ‘nefastas consecuencias’ que convergen en un menor y que, indefectiblemente, precisan de atención psicológica por mor de ser reprendidos o regañados en público, haber recibido alguna ‘colleja’, ser tildados de ‘tontos’… ¿Vejación? ¿Humillación?… Aprendizaje, actitud, hábitos de trabajo, convivencia, respeto, aptitud, comportamiento, urbanismo, disciplina… ¿Qué son esas sandeces? ¡Derechos, que no deberes! 

         ‘Navegan’ por ahí escritos, whatsApps, vídeos… que hace mucho tiempo, modestamente, ‘actualicé, completé y publiqué’ en una revista cordobesa, “El Mirador”, allá por el verano de 2004 y que pretendía reflejar fehacientemente lo expuesto con anterioridad. Este de hoy, por adaptarme a los tiempos, lo he ‘modernizado’ algo más.

          Es un verdadero misterio, y así hay que reconocerlo, el haber sobrevivido hasta hoy. Abanderamos la generación de la “espera”, ya que nos pasamos nuestra infancia y juventud esperando, más o menos pacientemente.

          Teníamos que guardar ‘dos horas de digestión’ (si habíamos ingerido carnes, dos horas y media) para no perecer en el agua; ‘dos horas de siesta’ para poder descansar; o nos dejaban en ayunas desde la medianoche hasta la hora de la comunión del día siguiente, allá por las once o las doce.

          Mirando atrás, es difícil creer que estemos vivos. Viajábamos en coches sin cinturones de seguridad y sin airbag; hacíamos viajes de 10 o 12 horas con cinco personas en un 600; y no sufríamos el síndrome de la clase turista.

          No tuvimos puertas, armarios o frascos de medicinas a prueba de niños.

          Paseábamos en bicicleta y más tarde en moto… ¡sin papeles! También hacíamos autostop… ¡sin sufrir agresiones!

          Los columpios eran de metal con esquinas cortantes y jugábamos a ver quién era el más bruto.

          Las peleas empezaban ‘ensalibando’ la oreja del contrario y a puñetazos. Nada sofisticado, pues no sabíamos de artes marciales. Nos ‘calentábamos’ unos a otros y aprendimos a superarlo.

          Pasábamos horas construyendo carros para bajar por las cuestas y solo al final de ella descubríamos que no tenían frenos.

          Jugábamos a ‘bestialidades’ y nadie sufrió hernias ni dislocaciones vertebrales.

          Salíamos de casa por la mañana y disfrutábamos todo el día. Solo volvíamos a casa cuando se encendían las luces de la calle.

          Nadie podía localizarnos porque no había móviles.

          Nos rompíamos los huesos y los dientes, pero no había leyes para castigar a los culpables.

          No veíamos los tres mil y pico capítulos de cada serie sudamericana, solo ‘llorábamos’ con nuestras madres delante de la radio con ‘Ana Rosa’ o ‘La cabaña del tío Tom’. Todo era tan familiar… 

          Nos daban ‘tundas’ nuestros padres y no quedábamos traumatizados. Los ‘argumentos psicológicos’ eran la chancla, la cuchara, la escoba o la correa.

         Si en la escuela nos ‘calentaban’, no decíamos nada en casa para no recibir un segundo correctivo y oír el clásico… ¡algo habrás hecho!”.

          Nos rajábamos la cabeza jugando a ‘guerra de piedras’ y no pasaba nada. Eran cosa de niños que se curaban con yodo, agua oxigenada, mercromina, polvos ‘Azol’ y unos puntos de laña. Nadie a quién culpar, ¡solo a nosotros mismos!  

          La vacuna de la viruela nos ‘marcaba e inmortalizaba’ y la saliva materna hidrataba, peinaba, quitaba las manchas y cerraba heridas.                  

          Comíamos dulces y bebíamos refrescos (como debe ser), pero no éramos obesos. Si acaso, alguno era gordo y punto. ¿Abulia, anorexia…? ¡Qué dislate!

          Compartíamos botellas de refrescos o lo que se pudiera beber y nadie se contagió de nada y nunca. Bebíamos agua directamente del grifo, sin embotellar, y de las ninfas metálicas de las fuentes. Sí, podíamos ‘pillar’ alguna ‘boquera’ con algo de fiebre, pero se curaban con ‘piedralipe’ (sulfato de cobre). 

           Nos intercambiábamos los piojos en el ‘cole’ y nuestras madres lo arreglaban lavándonos la cabeza con vinagre caliente.

           Echo de menos aquellos recreos tan dinámicos y competitivos donde no faltaban los juegos, los saltos, las carreras… y que hoy día han sido sustituidos por los tecnológicos en los que proliferan los móviles, las tablets… ¡y la falta de comunicación!, ya que todo el mundo está pendiente de esas dichosas pantallas.

          Quedábamos con los amigos y salíamos. Ni siquiera nos citábamos, íbamos a la calle y allí nos encontrábamos. 

          ¿Nuestros juegos?: ‘chapas’, pillapilla, cuerda, peonza, comba, rescate, ‘¡alto, manos arriba!’, cuatro esquinas, escondite, pídola, ‘chichimonete’, ‘taba’, casitas, canicas, trompo, aro, ‘ciriguizo’ o rayuela (tizas)… y nuestros juguetes eran de hojalata, trapo, goma, madera, plástico o cartón. De este último material eran nuestros caballos y la famosa ‘Mariquita Pérez’, que estuvo de moda desde 1939 hasta 1976, aunque acabó siendo de plástico.  En fin, ¡tecnología punta!

           Las chicas eran verdaderas atletas accionando sus combas e intercambiábamos el yo-yo y el diábolo (para nosotros diabolo, sin acento).

           Íbamos en ‘bici’ o andando hasta casa de los amigos y llamábamos a la puerta.

           Respetábamos a todo el mundo; pero sobre todo a nuestros padres, a los municipales, a los maestros, al médico y al párroco.

           ¡Imagínense!… Sin pedir permiso a los padres, solos, allá fuera, en ese mundo cruel y jugando todo el día sin ningún responsable. ¿Cómo pudimos conseguirlo?

           Hacíamos juegos con palos, ‘fabricábamos’ balones con calcetines rellenos (?), construíamos nuestras ‘tejas’ con suelas de zapatillas de goma, jugábamos con la pelota verde de los zapatos ‘Gorila’… ¿Adidas, Nike, Umbro, Lotto, Nancy, Barby, Play Station, Frozen…? Por Dios, ¿qué era eso?

           Cazábamos lagartijas y pájaros con la ‘escopeta de perdigones’, antes de ser mayores y sin adultos. ¡Qué arrojo, Dios mío!

           En los juegos de la escuela no todos participaban en los equipos. Los que no lo hacían o no eran escogidos, tuvieron que aprender a lidiar con la decepción.

           Algunos estudiantes no eran tan inteligentes como otros y repetían curso (hoy pasarán con suspensos). No inventaban exámenes extra. ¡Qué horror!

           Se daban clases de mecanografía, taquigrafía, costura…  y en las de gimnasia, guardábamos la distancia (¡cubrirse!), sacábamos pecho, juntábamos los tobillos y hasta desfilábamos.

           La memoria se ‘entrenaba’ con listados de reyes, montes, ríos, pueblos o comarcas, amén de las reglas ortográficas, tablas, conjugaciones, declinaciones o el catecismo con sus oraciones.

           Veraneábamos durante casi tres meses seguidos y pasábamos horas en la playa sin protección solar ISDIN 15. No dábamos clases de vela, tenis, pádel o fútbol, pero sabíamos construir fantásticos castillos de arena con foso, pescar con arpón o cazar pajarillos con trampas.

           Gomas, pinzas de la ropa, ‘elásticos’, maderas, trapos, calcetines… eran nuestros sofisticados materiales tecnológicos con los que ‘fabricar’ tirachinas, pistolas o pelotas.

           Ligábamos con las chicas persiguiéndolas para tocarles el culo o levantarle la falda (¡perdón por este jocoso desliz machista sin intención!) y no por chat escribiendo jeroglíficos indescifrables o haciendo proposiciones indebidas.

           ‘Dodot’, ‘Ausonia noche’, ‘Potitos’… nosotros solo llegábamos a los pañales o al ‘Pelargón’. Y no necesitábamos protecciones dentales (‘brackets’), parches oculares, collarines o plantillas para los pies, porque casi siempre andábamos descalzos, medio en cueros y sin ‘pellas’.

           Los chavales leíamos y hasta coleccionábamos “Hazañas Bélicas”, “El Guerrero del Antifaz”, “El Capitán Trueno”, “El Cachorro”, “El Espadachín Enmascarado”, “Roberto Alcázar y Pedrín” o “El Jabato”. ¿Las chicas?, “Florita”. Pero todos, ¡el TBO!

           El monitor era una figura desconocida, ya que los deportes de alto riesgo no existían. Solo sabíamos escalar montañas, atravesar ríos, bañarnos donde nos apetecía, inventar excursiones inverosímiles, lanzarnos por pendientes, introducirnos en cuevas y explorarlo todo. ¡Qué disparate el fomentar la imaginación y el ejercicio al aire libre, puro y sin contaminación!

           ¿Cómo pudimos ‘progresar adecuadamente’ sin ‘pilot’, ‘rotring’, papel de aluminio para los bocadillos, rotuladores, ‘fixo’, ‘tipp-ex’ o calculadoras en nuestras carteras? Nuestro ‘arsenal didáctico’ se limitaba a una cartilla o a una enciclopedia (según niveles), un estuche y algún que otro tintero. Y sin “Kleenexs”; los ‘moquillos’, en las mangas.

           Hasta la década de los 90 solo mostramos una ilusión extraordinaria por los regalos de nuestros entrañables Reyes Magos Melchor, Gaspar y Baltasar. Más tarde, irrumpió con fuerza el gélido bonachón Papa Noel, Santa Claus, Viejito Pascuero o San Nicolás y el protagonismo fue compartido. 

           ¿Y qué decir de la alimentación? ¡Aquellos pucheros de nuestras abuelas que precisaban de palas de madera para moverlos!… o nuestras meriendas chocolateras… o el ‘joyo’ de pan, al que se le quitaba el ‘miajón’ antes de echarle el aceite y algo de azúcar.

           Nuestras ‘chuches’ eran variopintas: pipas, regaliz, garbanzos tostados, cacahuetes, altramuces, paloduz (raíz del regaliz) y bolitas de anís, sin olvidarnos del chicle “Bazooka” y el barquillo con sus barquilleros. Estos últimos iban acompañados de musiquilla propia y sus ruletas de la suerte en las que nos podían tocar varias unidades.

           Disfrutábamos de los últimos ‘adelantos’ médicos: ‘deliciosos’ reconstituyentes (huevos, auténticos eso sí, con quina “Sansón o Aníbal”); eficaces aportes vitamínicos (filetes de hígado de bacalao o tornillos oxidados en la leche); ‘mágicos’ ungüentos o linimentos (“Vick VapoRub” o “El tío del bigote”); laxantes instantáneos (aceite ricino, supositorios y lavativas ‘perforadoras’) … ¡Y no perdimos los sentidos del olfato y del gusto!    

           Gozamos de libertad, fracaso, éxito y responsabilidad; por lo tanto, aprendimos a crecer con todo ello.

           “Una sonrisa es la felicidad que encontrarás justo debajo de la nariz”, escribió el actor y escritor estadounidense Tom Wilson… ¡y qué razón tenía!

           No es de extrañar pues, que los niños de hoy necesiten tanta ‘ayuda externa’. Si eres de los de antes… ¡enhorabuena por tener la suerte de crecer como un niño!… y si te identificas con el escrito… ¡habré acertado! 

P.D.: Como de costumbre, la magnífica y gráfica viñeta ilustrativa es del gran dibujante Francisco Javier Ruiz Bustos.

                                                   Juan de León Aznar – enero’2022


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